miércoles, 11 de diciembre de 2013

MANDELA Y LA TRISTEZA



Qué pena daban ayer las imágenes del funeral de Nelson Mandela y no por esa forma de tristeza rítmica y coral que demostró su gente bajo la lluvia, sino por toda esa panda de jefes de Estado que asistió para no perderse ni la foto ni el acontecimiento social. Una mezcla explosiva, vergonzante. Presidentes de gobiernos que han llevado a sus países a la guerra, otros que tienen a sus pueblos contra las cuerdas, dictadores que no respetan las libertades, altos cargos acusados de corrupción, e incluso presidentes que ponen concertinas en sus fronteras para que no pase el extranjero. La demagogia aquí sería fácil, así que mejor no caer en ella.  Aspirar a la justicia universal es hoy una utopía, igual que lo es la defensa de la igualdad y de la libertad. El género humano es lo que es y Mandela, lamentablemente, tan sólo es una excepción. Lo que resulta vergonzante hasta la náusea es, nuevamente, la manipulación que hace el poder de cualquier atisbo de dignidad, de humanidad o de solidaridad. El poder no sólo corrompe, sino que también desdibuja, difumina, emborrona. Ser hoy jefe de Estado es ser un discurso, un texto, un mensaje más allá de la verdad de quienes lo pronuncian.
No hacía falta que asistieran todas estas autoridades, signifique el término lo que signifique. Nadie les había pedido que se justificaran, ni que se disfrazaran de defensores de la paz o la fraternidad, ni que renunciaran de palabra a la evidencia de sus actos. ¿Por qué acudir y ensuciar? ¿Por qué manosear una vida como la de Mandela?
La política internacional ha convertido a una persona en un símbolo porque los símbolos son muy fácilmente manipulables. Se cargan o descargan de significados. Se llevan, se traen e, incluso, se comercia con ellos. Acabar con la persona, con el ejemplo individual, con el testimonio de una vida única, irrepetible, para convertirlo en algo de todos que huele a podrido. Ese apretón de manos de un Premio Nobel de la Paz y de un dictador de izquierdas ha acaparado todas las portadas, como el discurso del primer presidente negro de EEUU, por el mero hecho de ser negro. Incluso la foto del presidente Obama desternillándose de risa con Cameron y la presidenta de Dinamarca, Helle Thorning-Schmidt. Presidentes todos que comercian con armas, que bombardean, que separan, que explotan económicamente a otros países, que hablan del gran ejemplo que supuso Mandela pero siguen excluyendo a las minorías, infravalorando a las mujeres, persiguiendo a homosexuales…
El poder no tiene límites en su continuo ejercicio de la desmemoria y el embrutecimiento de la opinión pública. Es capaz de cualquier cosa con tal de conseguir aquello que se propone, cueste lo que cueste. Ayer mintió y se saltó a Naciones Unidas para atacar a otro país con ingentes reservas de petróleo y hoy se presenta en las honras fúnebres de Mandela… Los ejemplos serían interminables.
Por eso he hablado de tristeza, más allá de indignación, coraje o rabia. Tristeza por saber en manos de quiénes estamos, porque se ha ido Mandela y han llegado, aquí también, las hordas del embuste y la mediocridad y, sobre todo, porque somos capaces de seguir nuestra vida como si nada hubiera pasado. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. Se trata, pues, de devorar cuanto antes las ideas de Mandela para depositarlas en las letrinas del olvido, donde siguen pudriéndose las voces que clamaron por la dignidad, por la humanidad y la igualdad del género humano.

domingo, 1 de diciembre de 2013

CREMA Y LIBROS



Mi abuelo paterno no pudo estudiar una carrera. Eran tiempos de penuria, de hambre, de vida en blanco y negro. Más o menos como ahora, pero en blanco y negro. Primero aprendió el oficio de pastelero y, tras muchos y muy distintos avatares, regentó en la última etapa de su vida una tienda de zapatos. Conservo, a pesar de la nebulosa que crean los años en el entendimiento, varias imágenes frescas de mi abuelo en la memoria. En una está haciendo cuernos de hojaldre para rellenarlos con la crema que tenía preparada en la manga pastelera y con la que me llenaba previamente a mí la boca. En otra lo veo en la pequeña zapatería atendiendo el mostrador. La tercera, haciendo concentradísimo, infinidad de crucigramas. La última, tan especial para mí como la primera, leyendo. Siempre leyendo. Mi otro abuelo, el materno, a quien no me dio tiempo a conocer, también era un lector empedernido. La casa de mi madre estuvo siempre llena de libros, de cuadros pintados por mi abuela y de sus madejas de hilo y lana. La vida se los llevó demasiado pronto.
            Mi padre sí que pudo estudiar medicina a base de becas y colmó los esfuerzos y las esperanzas de mis abuelos. A diferencia de las de crema o de merengue, sus inyecciones, las de mi padre, fueron otras, un poco más dolorosas pero igual de salvíficas para mis problemas respiratorios. También fue y es un especialista en autodefinidos. También sigue leyendo. Tanto mis abuelos como mis padres han defendido que la de los libros era y es de las mejores inversiones que puede hacer una familia. Formarse, conocer y conocerse, pensar, ampliar el horizonte, dar rienda suelta a la imaginación… Es una inversión, sin embargo, que no genera el tipo de ganancia económica que hoy eclipsa al resto de posibles beneficios.
            La presencia de libros en un hogar es fundamental para que los niños se conviertan en lectores competentes, pero, para que haya libros, primero ha de sentirse dicha presencia como necesaria en el salón, en las habitaciones de los chicos o en la biblioteca familiar. En la mayoría de los casos, serán buenos lectores aquellos pequeños que vean leer a sus padres. Hoy se habla en las escuelas de planes lectores, de animación lectora, de leer para vivir…, programas todos que, sin embargo, poco seguimiento tienen después cuando los pequeños llegan a sus casas. Es necesario, además, recordarle a las autoridades que una institución obligatoria no puede fomentar la lectura placentera. La escuela puede enseñar a descodificar textos, a descifrar lo que pone en un papel o en una página web, pero el gusto o el disfrute son incompatibles con el mandato, con lo imperativo. “A ver, Anita, ponte a leer y disfruta ahora mismo y no te muevas ni te levantes”. Suena ridículo.
            No sólo el libro, también la propia cultura en general ha perdido esa aura especial que distinguía sus manifestaciones del resto de productos que genera una sociedad determinada, como consecuencia de la instrumentalización de la vida, incluso del propio saber. Sólo se percibe como valioso aquello que posee una utilidad material. Asignaturas como Literatura Castellana, Latín, Historia, Historia del Arte, Filosofía, Ética… cada vez tienen menos espacio en los programas de estudio, si es que todavía lo tienen. Las Humanidades hoy casi no tienen ninguna importancia para la opinión pública. Son carreras que no sirven para nada, argumentan periodistas, alumnos, padres e, incluso, profesores, olvidando que no se puede hablar de utilidad material y de conocimiento. Son incompatibles, por eso el sistema educativo actual, en términos generales, no puede formar ciudadanos competentes sino mano de obra barata con una formación cultural básica que no les permita plantearse demasiadas cuestiones.
            Esa defenestración del papel del libro no llueve del cielo. No es una cuestión sólo de la llegada de otras formas de entretenimiento o de los ordenadores, los ebooks o las tabletas. Es también resultado de su conversión en un mero objeto de consumo. Las editoriales han priorizado el beneficio económico que pueden reportarles sus publicaciones sobre el beneficio social o cultural. Los lectores no pueden fiarse ya de lo que compran. Todas las novelas que se publican son la mejor novela del año, de la década o del siglo. Cualquier persona, además, puede publicar su libro si es medianamente famosa y garantice ventas millonarias. Hoy tenemos entre los más vendidos el libro de Belén Esteban, el de Zapatero, el de Solbes, el de Aznar, etc., que además, como se sostiene of the record, no han escrito ellos en la mayoría de los casos.
            No se lee demasiado, y cuando se lee, un sector cada vez más amplio acude a este tipo de libro buscando el cotilleo, la anécdota o el morbo. Evidentemente cada uno hace con su dinero y con su tiempo lo que buenamente le venga en gana. Pero no deja por ello de ser un síntoma. No se lee, digo y voy terminando, porque tampoco hace falta hacerlo para progresar socialmente y laboralmente, como sí que ocurría en los tiempos de la Ilustración. No se ha hecho nunca una buena pedagogía de la lectura en España, viniendo de donde venimos y con la historia que acarreamos sobre nuestras espaldas de ignorancia, superstición, libros prohibidos…
            Quizá por todo esto que cuento mantengo viva esa imagen de mi padre y de mi abuelo leyendo, como semilla de lo que luego ha sido y es mi vida. Y la protejo y vuelvo a ella cada nuevo curso escolar, cuando entran en tropel los nuevos alumnos, incapaces de leer sin silabear o atrancarse y de comprender, después, lo que han leído. Alumnos a los que, en su mayoría (siempre hay excepciones) no podemos exigirles que compren lecturas porque no hay dinero en casa… para libros, aunque sí para muchísimas otras cosas.