Qué
pena daban ayer las imágenes del funeral de Nelson Mandela y no por esa forma
de tristeza rítmica y coral que demostró su gente bajo la lluvia, sino por toda
esa panda de jefes de Estado que asistió para no perderse ni la foto ni el
acontecimiento social. Una mezcla explosiva, vergonzante. Presidentes de
gobiernos que han llevado a sus países a la guerra, otros que tienen a sus
pueblos contra las cuerdas, dictadores que no respetan las libertades, altos
cargos acusados de corrupción, e incluso presidentes que ponen concertinas en
sus fronteras para que no pase el extranjero. La demagogia aquí sería fácil,
así que mejor no caer en ella.
Aspirar a la justicia universal es hoy una utopía, igual que lo es la
defensa de la igualdad y de la libertad. El género humano es lo que es y
Mandela, lamentablemente, tan sólo es una excepción. Lo que resulta vergonzante
hasta la náusea es, nuevamente, la manipulación que hace el poder de cualquier
atisbo de dignidad, de humanidad o de solidaridad. El poder no sólo corrompe,
sino que también desdibuja, difumina, emborrona. Ser hoy jefe de Estado es ser un
discurso, un texto, un mensaje más allá de la verdad de quienes lo pronuncian.
No
hacía falta que asistieran todas estas autoridades, signifique el término lo
que signifique. Nadie les había pedido que se justificaran, ni que se
disfrazaran de defensores de la paz o la fraternidad, ni que renunciaran de
palabra a la evidencia de sus actos. ¿Por qué acudir y ensuciar? ¿Por qué
manosear una vida como la de Mandela?
La
política internacional ha convertido a una persona en un símbolo porque los
símbolos son muy fácilmente manipulables. Se cargan o descargan de
significados. Se llevan, se traen e, incluso, se comercia con ellos. Acabar con
la persona, con el ejemplo individual, con el testimonio de una vida única,
irrepetible, para convertirlo en algo de todos que huele a podrido. Ese apretón
de manos de un Premio Nobel de la Paz y de un dictador de izquierdas ha
acaparado todas las portadas, como el discurso del primer presidente negro de
EEUU, por el mero hecho de ser negro. Incluso la foto del presidente Obama desternillándose de risa con Cameron y la presidenta de Dinamarca, Helle Thorning-Schmidt. Presidentes todos que comercian con
armas, que bombardean, que separan, que explotan económicamente a otros países,
que hablan del gran ejemplo que supuso Mandela pero siguen excluyendo a las
minorías, infravalorando a las mujeres, persiguiendo a homosexuales…
El
poder no tiene límites en su continuo ejercicio de la desmemoria y el
embrutecimiento de la opinión pública. Es capaz de cualquier cosa con tal de
conseguir aquello que se propone, cueste lo que cueste. Ayer mintió y se saltó
a Naciones Unidas para atacar a otro país con ingentes reservas de petróleo y
hoy se presenta en las honras fúnebres de Mandela… Los ejemplos serían
interminables.
Por
eso he hablado de tristeza, más allá de indignación, coraje o rabia. Tristeza por
saber en manos de quiénes estamos, porque se ha ido Mandela y han llegado, aquí
también, las hordas del embuste y la mediocridad y, sobre todo, porque somos
capaces de seguir nuestra vida como si nada hubiera pasado. El muerto al hoyo y
el vivo al bollo. Se trata, pues, de devorar cuanto antes las ideas de Mandela
para depositarlas en las letrinas del olvido, donde siguen pudriéndose las
voces que clamaron por la dignidad, por la humanidad y la igualdad del género
humano.
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