lunes, 7 de octubre de 2013

UN CUENTO



LA TAZA DE TÉ DE GUILLERMINA

Guillermina Rivero acostumbraba a salir al porche todas las tardes a eso de las siete. La llegada de la primavera iluminaba no sólo  cada uno de los  rincones de su casita de campo sino también los de su propia vida, los de sus años sobre aquellos terrenos hoy plagados de fresas, de siemprevivas y de claveles, las de esas arrugas que parecían ríos de vivencias en su rostro, la ruta de un tesoro escondido, el de su propia existencia. Salía después de que hubiera hervido el agua para el té y ponía todo su cuidado y esmero en que el juego de tazas y tetera, todas piezas de porcelana china, estuviera perfectamente dispuesto en la bandeja de madera, primero, y, después, en la mesa exterior. Mientras lo saboreaba, su vista se perdía en el horizonte, en los azules rosados de la tarde, tan parecidos a aquellos en los que jugaba con sus hijas en los manzanos después de haber hecho las tareas escolares. Sus dos pequeñas, hoy mujeres hechas y derechas, habían volado hacía años en busca de su propio futuro. Qué blanquitas recién nacidas, y cómo lloraban cuando tenían hambre o escuchaban gritos.  Y míralas, parecían decir sus pequeños y engurruñidos ojos de casi ochenta años, una abogada y la otra directora de banco. Y las dos tan aficionadas como ella a las infusiones.
            Para Guillermina Rivero sus dos debilidades habían sido siempre sus hijas y los juegos de té. Lo poco que le habría costado a su  Mamerto haberle regalado en vida alguna de las teteras que veía en las tiendas del pueblo, bastante menos de lo que costaron aquellos manzanos. Qué rácano para las cosas materiales, también para algunas del alma.  A veces se acordaba de su marido en estas cálidas tardes, tal vez por los contrastes. La mala vida que le había dado, la indiferencia con la que siempre la trató, la mano larga que en las noches de borrachera encontraba en el rostro de Guillermina Rivero  su desahogo y  su dominio.
            Una vida la suya de trabajo en el campo, de muy pocos caprichos, de sacrificios para llegar a fin de mes cuando las lluvias no habían descargado lo suficiente y las cosechas amenazaban con meses de hambre. Jamás pensó que su vejez iba a ser tan plácida, vista su vida ahora en perspectiva. Si no llega a ser por el seguro que cobró tras la muerte de Mamerto, quién sabe cómo habría vivido estos años. Pensar en episodios tan funestos de su pasado la llenaba de desasosiego. Se levantaba, se ponía otra taza de té y volvía a mirar al horizonte en busca del último rayo de sol y de esperanza. La vida es justa. La vida te da lo que te quita.  Entonces giraba la vista y la posaba en uno de los manzanos que había dejado secar. Recordó el sonido de la tetera metálica aboyándose sobre la cabeza de Mamerto una noche hacía ya más de veinte años. Lo que pesaba su cuerpo inconsciente al trasladarlo. El sudor que corría por la frente de Guillermina Rivero mientras abría una zanja y lanzaba a su marido herido y los golpes que le dio con la misma en la cabeza hasta matarlo. Enterrarlo fue ya una liberación. Los periódicos hablaron de abandono, lo dieron por desaparecido y años después, por muerto. Así que lo primero que hizo al cobrar el dinero fue comprarse todos los juegos de té que siempre había querido tener y sembrar su campo con siemprevivas. Yo también estaré viva para siempre aunque me muera. Entonces volvía a coger su tetera, qué preciosidad, y vertía un último chorrito en la taza, sólo por darse el gusto de escuchar el sonido de la libertad.

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