De los creadores de “Para erradicar el fracaso escolar, erradiquemos el título de ESO” llega ahora la secuela “Para que quepan más estudiantes en las aulas, disminuyamos la distancia de seguridad” (con lo que se disminuye el gasto). Aunque parezca un chiste, estas dos ocurrencias forman parte del ideario del Ministerio de Educación en estos tiempos de pandemia. Del Ministerio y de las Consejerías, evidentemente, puesto que la incompetencia educativa está transferida a las CCAA. Después de meses de horror, de miles de muertos, de encierro, de angustia y, sobre todo, de prevención, nos quitamos el sayo el 10 de junio y, henchido nuestro espíritu de tinto de verano, cambiamos el gel hidro-alcohólico por crema solar y las mascarillas por trikinis. Aquí no ha pasado nada y tampoco tiene por qué volver a pasar. Nos lo dice nuestra ministra, que es muy fiable y gana mucho en las distancias flexibilizadas.
Es, lógicamente, el mensaje que quiere transmitir un país que ha hecho del turismo su única fuente de ingresos. Vayamos olvidando, que en olvidar somos expertos, y prediquemos desde los púlpitos laicos (aconfesionales, perdón) que se puede venir a España sin correr riesgos. Al igual que ocurrirá en los centros educativos a partir de septiembre, también nos saltamos a la ligera en los aviones toda recomendación científica sobre la distancia de seguridad. Todos sabemos que en un avión no se pilla nada, que los italianos que vinieron a ver el partido de Champions a Valencia no contagiaron a nadie y que aquí, en nuestro bendito país, quienes han transmitido el virus han sido las atrevidas esas que fueron a la manifestación del 8M.
En distintos medios de comunicación leemos estos días que Canarias, como pasa también en Andalucía, Extremadura y tantas otras CCAA, apuesta por el retorno de todos los alumnos en septiembre, como si esto de volver o de quedarse fuera una opción entre modelos posibles, previa valoración de pros y contras, y no una decisión ante una situación excepcional. Es como si estuviéramos apostado por Messi o por Hazard, ¿verdad?
En marzo el profesorado no eligió pasarse a la educación a distancia, sino que se vio obligado ante el explosión de un virus muy peligroso. No se valoró qué tipo de educación era la mejor, sino la más segura ante posibles contagios, y esto es lo que parece que estamos olvidando. No se trata de escoger lo mejor, sino lo más seguro. El problema es que para la administración educativa lo mejor casi siempre es sinónimo de lo más barato y lo es, en estas circunstancias, en dos sentidos. Por un lado, reducir ratios supone duplicar grupos y, en consecuencia, un elevado número de nuevas contrataciones de profesores. Pero es que, además, para construir debidamente un sistema de educación online se necesita un paquete de medidas dirigidas a la conciliación familiar que la empresa no ve, hoy por hoy, con buenos ojos. ¿Que uno de los progenitores flexibilice su horario laboral? ¿Qué somos, nórdicos? Lo miremos por donde lo miremos, lo mejor (lo más barato) es reducir la distancia de seguridad. Usted ha venido al mundo a trabajar, no a cuidar hijos ni personas dependientes.
Un sistema de educación a distancia sería perfectamente viable durante un periodo de tiempo concreto, digamos por ejemplo seis meses, si antes hubiéramos hecho las cosas bien o si estuviéramos dispuestos a hacerlas. Y aquí está, posiblemente, el quid de la cuestión. La Consejería de Educación del Gobierno de Canarias dice que se ha decidido por ese modelo presencial para luchar contra el absentismo, puesto que la brecha digital ha puesto de manifiesto la facilidad para la desconexión del alumnado más vulnerable. Del vulnerable (en torno al 10% del alumnado) y del que no lo es, habría que añadir, porque lo que realmente está detrás del “abandono virtual” o “absentismo digital” es el desprecio por el esfuerzo y el saber manifestado, sin pudor alguno, por el Ministerio de Educación y las Consejerías de las Comunidades Autónomas, que han repetido hasta la saciedad que la calificación de la tercera evaluación nunca podía ser menor que la obtenida en la segunda, es decir, que todo alumno aprobado en abril ya lo estaba, automáticamente, también en junio. Cualquier estudiante medianamente aplicado ha podido desentenderse, puesto que, además, la administración educativa insistió en que el periodo de confinamiento lo sería también de repaso y refuerzo de lo ya aprendido, nunca un motivo para aprender nada nuevo, con lo que el aburrimiento y la desidia han terminado por disuadir a cualquiera (mucho más que ese 10% de chicos vulnerables). Si a eso le añadimos la imposición de la promoción automática al curso siguiente, la desconexión digital parece hasta razonable, y más en una sociedad para la que aprender es aprobar, cueste lo que cueste, y si es con una reclamación mucho mejor. Con el corazón en la mano, con un seis o un siete en la segunda evaluación, ¿ustedes en sus tiempos no se habrían dedicado a jugar con su Spectrum? Pues ellos igual, pero con su Play, su móvil, las tabletas que les han regalado los gobiernos regionales y que han utilizado para todo menos para conectarse a Classroom, etc.
Es decir, no hemos tenido realmente un modelo digital serio con el que enseñar y evaluar de forma rigurosa y fiable a nuestro alumnado, entre otras cosas porque no nos han dejado. No hemos tenido un sistema que ponga en valor y dignifique el estudio y el trabajo. Ojo. Cuando hablamos de trabajar no nos referimos al delirio del hacer por el hacer (la victoria definitiva del homo faber) a través de las plataformas educativas digitales. Lo que hemos tenido en estos meses es la repetición insufrible de lo ya enseñado. Hemos convertido a los niños en hacedores de fichas.
¿Podríamos, pues, levantar un sistema educativo online, puntual y extraordinario? Sí, evidentemente, y además es que habría que tenerlo listo cuanto antes, viendo las previsiones de un más que posible rebrote, pero para ello necesitamos varias cosas. En primer lugar, diseñarlo como alternativa seria, creíble y útil, tanto para alumnos como para profesores. Las autoridades educativas no pueden dar el espectáculo circense al que hemos asistido a lo largo de estos meses. No podemos decir en mayo que es una opción válida y en junio opinar todo lo contrario, porque qué vamos a decir en caso de rebrote en octubre.
En segundo lugar, debe dejar avanzar a quienes puedan hacerlo y ayudar a quienes no sean capaces de alcanzar los objetivos, por los motivos que sea. No puede frenar las opciones de mejora de los alumnos que no tengan ningún problema para estudiar, que es lo que se ha hecho durante estos meses. Si tenemos un 10-15% de estudiantes vulnerables, habrá que diseñar una estrategia para ellos, porque si no lo que vamos a conseguir es que el porcentaje restante vaya abandonando la enseñanza pública rumbo a la concertada, que, al parecer, allí si se puede avanzar.
En tercer lugar, es imprescindible exigir la corresponsabilidad del propio estudiante, esto es, sin el alumno, sin su interés, sin su dedicación, sin su compromiso, ningún sistema educativo puede funcionar. No olvidemos que esto ocurre desde hace décadas en la enseñanza tradicional, viene de lejos. Es un problema de fondo, del valor que hemos de darle a lo público, de la percepción del saber y de lo educativo. De lo que significa el deber. De lo que significa el derecho. De cómo se construye una sociedad. De si la función de la escuela es cuidar o enseñar y de tantas otras cuestiones que no caben ahora en este artículo. Un sistema público y gratuito tiene que tener alguna contraprestación, y esto es algo que jamás debimos olvidar. A cambio de un pupitre, de una matrícula, de libros de texto, comedores, desayunos o tabletas en esta pandemia (que todos pagamos) el sistema debe recibir compromiso y dedicación (y esto se mama en casa).
Si realmente el virus sigue entre nosotros, si como dice la OMS debemos estar preparados para un rebrote en otoño, si de verdad tenemos que ser previsores y precavidos y adelantarnos a posibles escenarios y si, como afirma la comunidad científica, tardaremos aún entre seis meses y un año en tener una vacuna o tratamiento efectivo, ¿no deberíamos actuar prudentemente y transmitir, igualmente, prudencia en los medios? ¿No podríamos tener preparada una respuesta virtual, a distancia, para afrontar unos meses que podrían ser complicados? ¿De verdad que la solución es acortar medio metro entre los alumnos? Desde luego, ya que el de Educación vaga sin rumbo, la papa caliente la tiene el Ministerio de Sanidad, que debe responder. ¿Es segura así esta vuelta en septiembre? ¿Podemos flexibilizar las distancias de seguridad en función de nuestros intereses?