Te lo advierto,
lector, este tema me aburre enormemente. Me desalienta, me cansa y me produce
un cierto tipo de calambre que sólo logro suavizar comiéndome media tableta de
chocolate. Intento, por ello, hablar lo menos posible, porque al final tú te
vas a otra página web y yo me tengo que quedar quemando esas calorías tan
molestas y tan insistentes. Hablar de educación en España es casi un
sinsentido. Todo el mundo sabe, toda la sociedad opina pero somos los menos
quienes lidiamos entre cuatro paredes cochambrosas con una veintena (o dos,
según el centro) de infantes desaforados. Expertos (¡?), ministros, empresarios
o magos, lo mismo da, cada uno con su teoría y con la fórmula mágica para
sacarnos a todos del atolladero. Cuanto más moderna sea esa solución, mucho
mejor. Te aseguras conferencias, jornadas, libros, debates en televisión…, pero
todos limpitos, bien peinados, frescos como lechugas, sin un atisbo de tiza en
las manos, en la chaqueta o en el alma. En doce años que llevo en la enseñanza,
ninguna autoridad competente o incompetente me ha preguntado, de manera seria y
comprometida, no con papeleo justificativo que nadie lee después, qué haría yo
para poner remedio a los problemas.
Y claro, lector
antilomceano, acabas con la lengua fuera intentando hacerte oír ante un
auditorio que no está interesado en escuchar nada de lo que tengas que aportar.
El discurso dominante nos aplastó hace décadas y desde entonces nuestra
profesión y nuestra dignidad viven con respiración asistida. Una reforma tras
otra ha llenado nuestras vidas y nuestro quehacer diario de un galimatías
teórico incomprensible por estúpido e inaplicable por imposible o imposible por
impracticable o qué sé yo, lector antipedagógico, harto como estoy de la
gilipollez y del raquitismo intelectual de todos estos que inventan sus teorías
en sus despachos y que les da exactamente igual si, al cabo de los años, los
alumnos acaban sabiendo más, sabiendo menos o no sabiendo nada.
Hoy he tenido
que ir a mi centro educativo habiendo leído un artículo en el que se sostenía
que no nos hemos dado cuenta profesores y padres de que el objetivo de nuestro
sistema educativo es lograr que los jóvenes “alcancen unos mínimos
conocimientos, actitudes, competencias y valores que les faciliten el ejercicio
de su libertad, y para contribuir a limar las desigualdades sociales ligadas al
origen social”. El artículo no tiene desperdicio, aunque lo que más me irrita
es esa obsesión por el reinado de lo mínimo, de lo básico, de lo simple. ¿Para
qué enseñar cuestiones complejas? ¿Para qué profundizar en el conocimiento? Y
todo esto, en nombre de esa supuesta libertad e igualdad social.
Voy a intentar
ser lo más simple, lo más competencialmente básico para exponer mis ideas.
Espero que los expertos no se ofendan si comprueban que soy capaz de rebatir
sus argumentaciones (lo soy porque he estudiado durante muchos años, y sigo
estudiando hoy en día). Los jóvenes españoles no tienen culpa del estrato
social en el que nacen. Los hay que vienen al mundo en el seno de una familia acomodada
y, seguramente, llegarán en el futuro a disfrutar de todo tipo de
oportunidades. También los que ven la luz en mitad de la pobreza, la incultura
o la violencia, y sus opciones, lógicamente, se verán severamente reducidas. Un
sistema educativo de calidad debe ofrecer lo mejor a todos los estudiantes. Que
tanto los de un lado como los del otro (ninguno ha hecho nada para estar en
cada extremo) puedan acceder a lo mejor, puedan disfrutar de las mismas
oportunidades. ¿Qué los más desfavorecidos lo tienen difícil? Evidentemente.
Vamos a invertir todos los millones en ellos, vamos a procurar que no les falte
de nada, que no se ausenten de clase, que tengan ayudas para las asignaturas
que no consigan superar, que no tengan que comprar material alguno si en su
casa no hay ni para mortadela. Pero no los engañemos, no los estafemos.
Sin embargo, en
nombre de la igualdad (del igualitarismo ramplón, mejor), rebajamos el nivel de
exigencia para que no haya descompensación y así parezca que nuestro sistema es
equitativo. Un alumno que ha nacido en un entorno acomodado no debería
renunciar al esfuerzo, al espíritu de superación, a la competencia máxima. Si
puede optar a la excelencia, ¿por qué renunciar a ella? Hoy, desde los medios
de comunicación, desde las tertulias o desde las inspecciones educativas se
busca obsesivamente la simplificación, el reduccionismo, el no destaques que no
es bueno… Es la dictadura de la mediocridad, de la medianía. Si llegas arriba,
que sea peloteando y haciendo favores, no porque valgas (uf, el verbo valer…).
Un sistema
fundamentado en lo básico nunca puede garantizar la libertad, al menos la del
futuro trabajador. La del empresario sí, porque tendrá plena libertad para
despedir y contratar, puesto que la especialización será cada vez menor, y no
olvidemos que eso es necesario en un marco de precariedad laboral. Mientras la
incultura, la ignorancia, el analfabetismo y la pasividad se van haciendo con
las aulas del sistema público, la concertada y la privada formarán a los
mejores, pero no porque sean excluyentes ni nada de eso, sino porque la
educación pública ha optado por la reducción y el desconocimiento. Y esto no es
un efecto de la LOMCE. Viene desde la implantación de la LOGSE. Cuando se grita
en las calles contra la ley Wert, ¿contra qué se lucha o favor de qué se lucha?
¿Por una educación de calidad o contra una ley del PP? Lo digo porque los malos
resultados que hoy tenemos no los ha provocado la ley del ministro. ¿Por qué no
se protestó antes? Cosas que pasan, ¿verdad? ¿Saben los que gritan que la LOGSE
es de Rubalcaba?
Por todo esto,
lector comprensivo y generoso, me canso. Yo quiero que mis alumnos puedan
alcanzar esa utópica libertad desde la filosofía, la literatura, la música, la
historia, el arte, las matemáticas, la física, el latín, la informática… no
desde una fichita con contenidos mínimos y competencias básicas que, como
mucho, pretenden que los chicos y las chicas puedan medio escribir y medio leer
y que los mal-preparan (o bien-preparen, según se vea) para ganar seiscientos o
quinientos euros en un trabajo de mierda. No soy experto, como verás. Sí que
soy un poco brujo, y además de los buenos. No tengo que leer cartas ni líneas
de las manos. Sólo con ver a cada vez más alumnos puedo intuir cómo serán sus
vidas, y no me gusta. Los veo parados, explotados, manipulados y manejados por
los poderes políticos. Y veo también a los dirigentes bebiendo champán y
mascando jamón de bellota hartos de reírse y ciegos de éxito.
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