Me
vuelvo loco en los Carnavales de Tenerife. Es llegar a Santa Cruz y ver todo
ese colorín, toda esa algarabía y tanta gente disfrazada que se me llena la
vista de alegría y la boca de cubalibres. Qué paladar tiene esta fiesta, qué
ánimo y qué forma tan sana de ver la vida y de afrontar lo que nos va deparando
el tiempo. Allí estaba yo, en la plaza de la Candelaria, con mi disfraz la mar
de bonito, mi cubata y, sobre todo, y esto es lo que más me gusta, con la
seguridad de que, una vez finalizado el carnaval, no hay lugar para la pena en
esta tierra de la luz azul y de comparsas. Esto me viene de lejos, claro, así,
antediluvianamente, cuando en mi colegio de curas, en otro lugar, estas fiestas
eran vistas como la depravación previa a los tiempos cenicientos de la
tristeza, la penitencia y el pescado de los viernes. Llegaba el maldito
miércoles de ceniza y un velo casi apocalíptico se cernía sobre el patio de la
escuela. Nos llevaban a todos a la capilla y venga, a llenarnos la frente de
polvo. Nos marcaban, como a las vacas, para recordarnos, con siete, ocho, nueve
y taitantos años que íbamos a ser pasto de los gusanos. El más indicado de los
mensajes a una edad en la que solemos ser impresionables. Ahora llega este
miércoles y, con todo el recochineo del mundo, preparo el disfraz para el
próximo fin de semana, el de piñata, en el que me lo voy a pasar todavía mejor
y voy a pecar por los siglos de los siglos.
Todo
este oscurantismo, toda esta pena con la que hay que prepararse para celebrar
la masacre de un hombre, se me elevó a infinito, como decía uno de esos curas
cuando explicaba los límites matemáticos, justo ayer cuando veía Philomena, esa película en la que Judi
Dench, grandiosa actriz, interpretaba el papel de una madre en busca de su hijo
robado por unas sormarías en un convento irlandés. En algunas escenas el
silencio de Judi es desgarrador, su mirada arrasada por la tristeza, por el
peso de una vida rota y siempre en búsqueda… Estas actrices mayores, bellísimas
en su vejez, de talento inconmensurable, son, al menos para el que esto
escribe, el mayor valor de la industria cinematográfica actual. Son capaces de
llevar ellas solas todo el peso de la película. Hay una escena en la que
Philomena se encara con una de esas delincuentes de crucifijo y agua bendita
para otorgarle su perdón, porque ella, Philomena, no puede vivir con ese peso
de rencor. ¿Cuántas madres españolas habrán sido capaces de perdonar? ¿Se puede
perdonar un crimen como este? El golpe de efecto de la película es genial en
este punto, porque le da la vuelta a la tortilla. ¿Quién debe perdonar? ¿Quién
debe pedir perdón? ¿Para quién la penitencia? De niño nunca entendí eso del
pecado original, qué había hecho yo al nacer y a santo de qué tenían a mí que
perdonarme, si era un niño muy bueno, no le contestaba a mi madre y sacaba muy
buenas notas… Qué gente, por Dios. Qué miedo.
Y claro, con todo esto mi
ganas de fiesta se han multiplicado. No voy a hacer penitencia, no señor, no
voy a dejar de comer nada los viernes, no voy a parar de folgar, como decía
fray Luis, y voy a gozar de todo lo que
venga, porque la vida, como cantaba Celia Cruz, es un carnaval y las penas, al
menos las mías, se van bailando.
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