Hay unos versos decisivos del libro Estoy poeta que, quizá, contengan la esencia de la poesía de Begoña Abad, y lo apuntamos así porque plantean la cuestión del propio quehacer poético como quehacer de vida, incluso como justificación y construcción de la vida misma. Los versos dicen así: “¿Y qué si sólo soy tejedora de palabras? / ¿Y qué si sólo sé amar? / ¿Y qué si paso horas / en esas dos tareas / que no venden / pero dan cobijo?”. Un poema que, inevitablemente, recuerda aquellas palabras lúcidas de Philip Roth cuando decía que “El lenguaje es vida. ¿Hay menos vida en dar vueltas a las frases que en fabricar automóviles? ¿Hay menos vida en leer Al faro que en ordeñar una vaca o lanzar una granada de mano?”.
Estos versos de Abad están, además, directamente conectados con las citas que abren la antología Diez años de sol y edad: Whitman, Cohen, Kierkegaard y Borges, una especie de constelación semántica que se irá elaborando en poemas sucesivos, en objetos discursivos en los que leer-mirar y enunciar-nombrar se combinarán con lo visible de una escritura del tiempo, de lo femenino, de la otredad, del amor y del compromiso. Quizá la cita de Whitman sea la más relevante (“Esto no es un libro, quien lo hojea toca a un hombre”) puesto que nunca se escribe para encontrar una respuesta, sino para plantear la pregunta fundamental de ¿quién soy yo?, es decir, escribir para construir o mejor, escribirse para construirse.
Sin embargo, y aunque no de manera explícita en ninguna nota, pero sí en un título que da suficientes pistas, el latido de fondo de García Márquez y sus Cien años de soledad marca un ritmo lento, pausado, apenas perceptible pero constante. Señalaremos solamente dos momentos de la novela que son básicos para nosotros. El conocido comienzo: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo […]. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo".” Se recuerda una lejana tarde en la que se conoce por primera vez, se aprende por vez primera, y además es todo tan nuevo que no existen aún las palabras necesarias para mencionar las realidades nuevas. Es un tema recurrente en la poesía de Begoña Abad (sobre todo en los libros Begoña en ciernes (2006) y Cómo aprender a volar (2012)) el del aprendizaje, el del descubrimiento de una realidad distinta a la conocida o transmitida por generaciones anteriores, como en el poema: “Nací para aprender / y saberlo me mantiene / humildemente feliz / y eternamente asombrada”, o en los versos de otro texto, “Lo otro”, cuando escribe: “Muchos años después, sin pretenderlo, / encontraba, perfectamente ordenadas, / aquellas letras que acudían a mi boca / igual que la letanía de prohibiciones, / miedos y tabúes que me grabaron”, o los decisivos “No necesitas sino de ti, para aprenderlo, / pero yo te lo repetiré cada noche / para que no lo olvides”.
El segundo momento de Cien años de soledad es justo el final de la novela: “Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros desengañados anteriores a las nostalgias más tenaces”, puesto que toda la obra de Begoña Abad está repleta de esos ecos de otro tiempo, de esas voces del pasado, de la abuela, de la madre, de las bosquihembras, del otro. Cómo no intuir a Úrsula Iguarán en un rincón, conocedora de tantas historias, de tantas palabras, de tanto amor y tanto sufrimiento. Estos y muchos otros elementos de la novela (los árboles, la erótica del cuerpo y la palabra, el vuelo hacia la luz, el cielo y la mujer) ayudan a configurar un espacio poético o de belleza que, además, no se resigna en un discurso de la significación ‘segura’, sino que va configurando un ‘saber’ en el que mirar-enunciar-nombrar se convierte en una obsesión, puesto que, como escribió Juan Ramón, “El poeta es un condenado a nombrar”, por eso escribe Abad “que no hay día que no te nombre / cada vez que pronuncio palabras esenciales: / pan, agua, caricia, mano, risa, beso, luciérnaga, niño, silencio…”.
Ese saber que se configura, por tanto, en el mirar-enunciar-nombrar determina toda la poética de Begoña Abad y se va construyendo/buscando a través de cada uno de sus libros. Ya en el primero de los aquí antologados, Begoña en ciernes, lo que se aprende a solas se contrapone a lo aprendido en la niñez, bien a través de la institución escolar, bien a través de la familia, con un matiz decisivo, esto es, las cosas que sirven para andar por la vida se aprenden a solas, de ahí la importancia de los poemas “Orden” y “Ensalada”. Es una soledad, además, que seguirá presente en libros venideros, como en Palabras para esta guerra (2013), y que es clave para entender la propia existencia del yo poético, puesto que, como decía María Zambrano, escribir es defender la soledad en la que se está. Por eso, “Si quieres acompañarme”, escribe Abad, habrás de tener en cuenta que “mi soledad va conmigo a todas partes”. Soledad que se articula como espacio propio, como reino de lo íntimo que se metaforiza en el rico imaginario de la cocina y la alimentación como señas de lo cotidiano, de un lugar de memoria, por ejemplo en el libro Cómo aprender a volar (2012) y en los versos “Templar al punto los deseos, / desalar perfectamente la impaciencia, / hervir la esperanza con los granos de fe / y darle el punto exacto a la crema de amor. / Cualquier día de estos / confundo las recetas / con las que preparo una cita contigo” o en el libro La medida de mi madre (2008), cuando escribe el poema que comienza “Mientras pelo cebollas que me ahogan / en un llanto sin sentido ni duelo, / voy repasando el hilo que me conduce a ti”. Porque si en los fogones y calderos puede Teresa de Jesús encontrar a su dios, entre las cacerolas, las cucharas, las ensaladas, los arroces y los guisos el yo poético de los poemas de Begoña Abad es capaz de trascender lo material y lo presente y alzarse en un vuelo imparable hacia la memoria, hacia el amor, hacia la luz y hacia lo humano. Es desde esa cotidianidad, desde el discurso de lo humilde, desde la casa que se habita y a la que siempre se vuelve, del conocimiento de las pequeñas cosas desde donde es posible releer el mundo, reinterpretar la tradición, cambiar dioses por diosas y afirmar que “y entonces tendrás que saber / que los príncipes azules no existen / y que las diosas no tienen dueño”. Porque además es básico señalar la importancia del espacio-casa, como ya señalara Bachelard en su Poética del espacio. Ese rincón del mundo que se erige como un cosmos, capaz de integrar los pensamientos, los recuerdos y los sueños del hombre.
El vuelo es un símbolo muy presente en libros como Cómo aprendí a volar, Musarañas azules en Babilonia(2013), Palabras para esta guerra (2013) o A la izquierda del padre (2014) que sirve de contrapunto a lo que hemos dicho hace un momento, puesto que si el yo poético de libros anteriores se aferraba a la materialidad de las cosas, a la delimitación de los espacios, ahora tendrá la oportunidad de romper cualquier tipo de cadena, y así: “A los cincuenta me nacieron alas. / Dejaron de pesarme los senos / y los pensamientos que cargaba desde niña. / A las alas les enseñé a volar / desde mi mente que había volado siempre, / y comprobé desde el aire / que mientras yo anduve dormida tantos años / alguien trabajaba afanosamente / recogiendo plumas para hacer esas alas. / Tuve suerte de que cuando estuvieron hechas / me encontraron despierta en el reparto”, o los versos de otro poema, tan definitorios: “Pero yo sé que soy hormiga alada / y que lo que brilla es luz / y que sólo se puede ver alzando el vuelo”. Quizá, frente a esa poética de los espacios cotidianos asistamos en un gran número de poemas a otra poética de lo aéreo, tan conectada con la ensoñación y con el reino de lo onírico, como dijo también Bachelard en su El aire y los sueños, y por eso, escribe Abad, “Cada vez que intento alzar el vuelo / tengo que soltarme las ataduras / de quienes dicen quererme / y me atan con sus miedos. / Como mucho, me quieren como paloma mensajera, / de ida y vuelta, / pero yo sueño con ser aire”, de ahí que, como escribe en otro poema, “Podría haber nacido pez, / pero nací luz y aire, / ambas cosas / para acudir siempre a tu encuentro”.
Los versos del poema “Desobedecer”, en el libro A la izquierda del padre (2014) se tornan igualmente significativos en tanto en cuanto materializan una de las motivaciones fundamentales de la poética de Begoña Abad. Se hable desde la infancia, desde la madurez, desde el aire o desde los bosques, su poesía se articula como cuestionamiento de la realidad circundante, por eso el yo poético se construye como yo que cuestiona, que pone en tela de juicio las verdades heredadas, las identidades transmitidas, los tópicos del amor o de la feminidad, capaz de abrir nuevos espacios para la reflexión poética. Dicen los versos: “Desobedecer con la terca humildad / del que no tiene argumento intelectual que lo defienda / pero tiene el sentido primitivo de lo justo”, porque la realidad no es otra cosa que un constructo social, condicionada en cada momento histórico por la correlación de fuerzas existente respecto a la capacidad de nombrar, que decía Bértolo. Hay unos versos de Celan que resultan imposibles de obviar aquí: “ la realidad no está dada, la realidad exige que se busque y se logre”. En consecuencia, esa realidad aparecerá como un campo de fuerzas ocupado, tanto por el constructo dominante como por aquellos otros constructos que combaten contra su posición hegemónica, si bien es rasgo de la realidad dominante tender a presentarse como única realidad real. De ahí que un libro como Palabras para esta guerra (2013) sea tan importante, puesto que la batalla es, a fin de cuentas, siempre lingüística.
Y así cobran cada vez más protagonismo las geniales palabras que Carroll pone en boca de Humpty Dumpty, eso es, lo importante no es lo que las palabras significan, sino saber quién es el que manda, porque, aunque parezca evidente, ni la cultura ni la poesía son inocentes. El mundo en que vivimos es un mundo de palabras que ya están dadas y que, como señala Miguel Casado, expresan el poder y el sistema que domina, el capital, y lo hace, además, con un doble movimiento. Por un lado sostiene y defiende su propio discurso como único posible, es decir, lo normaliza, y a la vez desactiva el significado de aquellos otros que pudieran ir en contra de los propios intereses de clase con el fin de asimilarlos. El discurso dominante se apropia, así, de conceptos como libertad, democracia, sujeto o igualdad, que pasan a formar parte de las narraciones y construcciones propias de la lógica mercantil. Por eso la cita de Cohen que señalamos antes, “Hay una grieta, una grieta en todo. Por ahí es por donde entra la luz” se vuelve ahora tan necesaria, puesto que es esta una poética que indaga en las numerosas fisuras del discurso dominante. De ahí poemas tan decisivos como el que dedica a Jonás y la ballena, o el poema titulado “Farmacia”, “Prohibiciones” o “Nacidas a la izquierda del padre”, textos que, junto con otros muchos, buscan favorecer y construir las condiciones sociales necesarias para que los oprimidos y los sin voz puedan, alguna vez, alzarla, como podemos comprobar en numerosos poemas dedicados al otro. Poesía, pues, que no interesa como documento de subjetividad de un autor determinado, sino como conjetura acerca del mundo, como posición de realidad y como propuesta de comunicación, tal y como señalara Jorge Riechmann en su Poesía practicable.
Desde su primer libro de poemas la posición de Begoña Abad está muy clara, y ese posicionamiento será decisivo para cualquier quehacer poético, puesto que hablar de poesía no será solamente hablar de un texto poético, sino también especificar desde dónde se escribe dicho texto y si persigue o no crear o ampliar espacios de libertad tanto para el escritor como para los lectores, porque los poemas señalan y escogen, y ese señalamiento, como escribe Enrique Falcón, presupone una elección, un ponerse a un lado que no es sino un gesto absolutamente político, es decir, que, en palabras de Juan Carlos Rodríguez, “nadie se encuentra descomprometido (aunque diga no creer en el compromiso) puesto que nadie escribe desde el vacío, sino desde un lleno histórico radical, desde un inconsciente ideológico sobre sí mismo, el mundo y la escritura”.
Los textos recogidos en Estoy poeta (o diferentes maneras de estar sobre la tierra) (2015), junto con los inéditos que la antología ofrece, abundan en las temáticas hasta este momento señaladas, con la incorporación de nuevos matices sobre la figura de la madre o del padre, de la capacidad de nombrar en ese texto tan significativo que cierra con el verso “Yo sólo soy herida que habla”, la aparición de las bosquihembras o, nuevamente, la presencia de las antepasadas y ese último texto, fundamental además para celebrar estas Voces del Extremo en Tenerife. Dice así: “Lejos de la excelencia y de la moda, / de los cánones aburridos y tristes, / escribo en sus márgenes / desvergonzadas verdades que recojo / en los bazares del pueblo, / en los lugares donde la gente se desnuda / borracha de injusticia y de asco / hasta dejarse las vergüenzas al aire. / Porque escribir me salva”.
Acercarse a la poesía de Begoña Abad es una experiencia inagotable de belleza y de sentido que nos recuerda aquellas palabras de María Zambrano: “Una palabra de verdad que por lo mismo no puede ser ni enteramente entendida ni olvidada. Una palabra para ser consumida sin que se desgaste. Y que si parte hacia arriba no se pierde de vista, y si huye hacia el confín del horizonte no se desvanece ni anega. Y que si desciende hasta esconderse entre la tierra sigue allí latiendo, como semilla. Pues que fija, quieta, no se queda, que si así quedara se quedaría muda. No es palabra que se agite en lo que dice, dice con su aleteo y todo lo que tiene ala, alas, se va, aunque no para siempre, que puede volver de la misma manera o de otra, sin dejar de ser la misma”. Así la poesía de Begoña cuando vuela, cuando se agita, cuando se acerca o cuando llena de sol la madrugada.
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