Tenía las manos manchadas
de tiza. Manchados tenía los pantalones y una de las mangas del jersey. Cuando
sonó el timbre del recreo volvió a tener la certeza de que nunca, a pesar de su
delito, caería sobre él el peso de la justicia. Había vuelto a despedazar a
Rubén Darío en la pizarra. Nicaragua, profanas miradas, las penas de la
princesa o la belleza azul con sus tres puntos suspensivos. Los restos del
poeta iban resbalando por el encerado hasta formar, con su goteo, un charco
espeso de tiempo alejandrino esperanzado que rozaba ya la suela de los zapatos
del viejo profesor de Literatura. Con la respiración agitada, dio un paso hacia
atrás para contemplar sonriente su obra con perspectiva. Suspiró, no sabía si
por cansancio o por alivio.
Soledad, que había
permanecido sentada mientras sus compañeros salían en tropel a la cancha, se
levantó de su pupitre y se acercó al lugar del crimen. Lentamente se agachó,
mojó su dedo índice en el charco y se lo llevó a la boca.
-
Sabe
a mar, a cisnes, a vida.
Pálido, el profesor cogió
sus cosas y salió de la clase con prisas. No contaba con la presencia de
testigos.
Ya veo que sigues enredado con la novela negra. Es un cuento magnífico... y entrañable. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias, Victoria. A ver si mi editori me concreta vamos para allá a presentear el libro. Un beso.
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